Vida y obra de Horacio Quiroga

La edad de hombre

Aunque Quiroga no podía saberlo, la decisión de huir a Buenos Aires a refugiarse en brazos de su hermana iba a tener incalculables consecuencias. El joven de 25 años deja a sus espaldas no solo la imagen sangrienta de Ferrando; deja sobre todo el Uruguay, la tierra natal, su primer ámbito. Se arranca de golpe, en un gesto de inaudita violencia, y queda con las raíces al aire. El trasplante a Buenos Aires es forzado, brusquísimo. En la superficie de su vida todo parece acomodarse; el cuñado, Francisco Forteza, le consigue un puesto de profesor de castellano en el Colegio Británico, lo que le ayuda a sobrevivir; reanuda sus actividades amatorias y líricas; tiene a Lugones como dios tutelar (“nos hemos hecho íntimos”, confía en una carta de abril de 1903, aunque el 18 de junio ya aclara que no lo ve tan a menudo como quisiera, sino “con intervalo de días”). Pero el desarraigo significa mucho para Quiroga. Está pobre, extraña a los amigos del Consistorio (aunque “allá en los últimos tiempos no socializábamos mucho”, advierte también el 18 de junio); se refugia esperanzado en el trabajo para no reconocer que en lo más íntimo anda sin rumbo. Empieza a publicar en revistas porteñas (un cuento, “Rea Silvia”, en El Gladiador), pero todavía no ocurre nada literariamente importante. Busca y no encuentra, pierde pie y no sabe cómo afirmarse. Los tres años por venir se resumirán en una lucha enconada, ardiente, por centrar una existencia amenazada. En ellos llega por fin Quiroga a la edad del hombre.

Se inicia una segunda etapa de su vida, como argentino en la patria de su padre. Aunque había nacido en el Uruguay y había sido bautizado en Salto, aunque quiso enrolarse como uruguayo en la Guardia Nacional, por la nacionalidad del padre Quiroga tenía derecho a asumir la ciudadanía argentina, y así lo hizo al radicarse definitivamente en Buenos Aires a partir de marzo de 1903, Hasta sacó libreta de enrolamiento, aunque no hizo el servicio militar, ya que fue declarado inapto por su baja estatura. Desde 1903 hasta 1917, la Argentina será su patria y no solo la tierra extranjera donde intenta echar nuevas raíces.

Este período está marcado por la creciente fascinación de la selva. En Los arrecifes de coral, la selva había sido un tema literario, pretexto de un poema parnasiano, “Orellana”, que obtuvo el elogio de la crítica coetánea. Ahora Quiroga conocerá la selva real. Otra vez es Lugones el que oficia de taumaturgo. Así como la Oda a la desnudez hizo saltar la dormida potencia lírica de Quiroga, será ahora una invitación para acompañar al maestro a una expedición a las ruinas pesuíticas de las Misiones la que actúe como nuevo gesto hipnótico. Lugones era entonces su Svengali.

La expedición tiene como objeto recorrer las ruinas jesuíticas e informar sobre el estado en que se hallaban. Parte de Buenos Aires en junio de 1903, ascendiendo el Paraná. Hasta la capital de Misiones todo marcha sin tropiezos. Pero apenas dejan Posadas, los expedicionarios tendrán que viajar al tranco de mulas (aunque Quiroga elige un caballo), internándose poco a poco en la selva, abriéndose paso a machete limpio, para descubrir en Ombucito, en Santo Tomás, en San Carlos, en San José, en Apóstoles, en Concepción de la Sierra, en Santa María de Mártires, esos admirables monumentos barrocos que la selva ha reclamado. Por primera vez los ojos de Quiroga ven las corroídas columnas que todavía conservan capiteles contorneados y que ahora sirven de fundamento a los árboles tropicales. Las raíces crecen invasoramente en torno de la mampostería, bajan por los flancos de los muros y las columnas se hunden en la tierra, aplastando y protegiendo a la vez la obra del hombre. Se forman así esas estructuras mixtas (mitad árbol, mitad columna) que los nativos llaman corazón de piedra. Quiroga absorbe todo: anota las bandadas de loros, los nombres de las poblaciones, la concreta dureza de la vida en la selva, la belleza de las cataratas. En un artículo de 1929 ha dejado un testimonio muy valioso de ese primer deslumbramiento. Se titula “El sentimiento de la catarata” y contrasta allí la visión turística habitual con la que Lugones y él tuvieron ante la catarata de la Victoria: “No hallamos otro modo de descender al cráter que lanzarnos a la ventura, en compañía de no pocos peñascos sueltos. Los bloques de basalto del fondo, adonde caímos por fin, estaban cubiertos de un musgo sumamente grueso y áspero, y el musgo estaba a la vez cubierto literalmente de ciempiés. Diez minutos antes, allá arriba, las cataratas, su albor y su iris esplendían al sol radiante de un día singularmente calmo y dulce. En el fondo de la hoya, ahora, todo era un infierno de lluvia, bramidos y viento huracanado. El estruendo del agua, apenas sensible en el plano superior, adquiría allí una intensidad fragorosa que sacudía los cuerpos y hacía entrechocar los dientes.”

La autoridad de Lugones, que en la ciudad no se hacía casi sentir, resulta ahora intolerable al joven. El poeta argentino es dueño y señor de todos; la selva es como un océano y la pequeña expedición queda rígidamente sometida a la autoridad de su capitán. Quiroga se rebela, se vuelve díscolo, discute con Lugones sobre política partidista uruguaya, asume las actitudes insufribles del niño que sigue siendo a pesar de su edad. En ese momento, Lugones es la autoridad paterna que Quiroga no conoció, que siempre deseó tener y que ahora el estrecho contacto de la selva le vuelve insoportable. Todo esto importa poco, sin embargo, porque en Misiones Quiroga ha sufrido otra experiencia capital, más honda e invisible todavía, la de la selva virgen. Ha quedado marcado para siempre. Habrá de volver, casi en seguida, con esa precipitación que denuncia anhelo e inseguridad. Pero hay un sutil error en la elección que hace Quiroga. En vez de regresar a Misiones, a ese apenas entrevisto San Ignacio, se instalará en el Chaco. Es también la selva, pero no es la selva misma. Quiroga necesita ensayar una aclimatación falsa antes de descubrir la verdadera.

Este período estará marcado, por eso mismo, con el signo de la frustración exterior. Quiroga elige el Chaco por influencia de otra figura paterna, don Emilio Urtisberea, hombre mayor y salteño que le describe las maravillas del cultivo de algodón en el Chaco. Como en el papel los cálculos son admirables, Quiroga liquida los restos de la herencia paterna y se va al Chaco con Ernesto de las Muñecas, que había sido ocasional contertulio de las reuniones consistoriales (aunque resulte excesivo incorporarlo al núcleo de oficiantes). Era Muñecas un curioso vagabundo, lleno de proyectos literarios, pero con muy pocas condiciones para realizarlos; mas es indudable que tenía encanto personal. Rubén Darío, que ni menciona a Quiroga en su generosa Autobiografía, incluye un sentido recuerdo de Muñecas. Algo de locura habría en este personaje y hasta tal vez sufría de delirio de persecuciones.

Pero no es el futuro loco, sino el decadente actual, el que acompaña ahora a Quiroga al Chaco. La realidad de esa zona no hace sino confirmar los cálculos del sueño. En marzo ya está Quiroga radicado en un campo, a siete leguas de Resistencia y a orillas del Saladito. Dos leguas lo separan del vecino más cercano. Vive en un galpón y empieza a construirse un rancho (mitad habitación, mitad semáforo), levanta un palmar (seis palmeras en torno del rancho que tarda semanas en trasplantar y que son los primeros anticipos de su gusto por la jardinería paisajista), y hasta inventa un carro, admirable a la vista, pero reacio a todo transporte. El homo faber de su adolescencia encuentra ahora ancho campo. Lástima que sus cálculos empiecen a mostrarse falsos.

Con la perspectiva que dan varias décadas habrá de reconocer, hacia 1928: “Estuve dos años y medio ahí [en el Chaco]: dos años durante los cuales no escribí una sola línea. El algodón, en tanto, se vendía a diez centavos el kilo y yo fracasé; fracasé por culpa del rocío, porque los indios que tenía en mi plantación decían que les hacía mal el tomarlo de madrugada y venían a trabajar recién a las diez de la mañana.” Y luego continúa: “Aunque la aventura […] me había costado seis mil pesos, los doy por bien empleados porque con ellos, aparte del estómago —víscera cuya importancia solo los dispépticos han llegado a comprender bien—, recuperé también el buen humor”. También evoca este período en una carta a Martínez Estrada: “Allá por 1203, caí de golpe con una hipercloridia que me bajó 3 k. en dos días. Continué como el diablo durante seis meses, sin un solo día de alivio. Comía, sin variante: sopa ligera, dos papas cocidas, un racimo de uvas, y sanseacabó. Estaba amarillo como un membrillo. Pasaba esto cuando pensaba ir al Chaco a plantar algodón. Pero, ¿cómo ir en tal estado? Fui. Era invierno, en pleno interior […] Me levantaba tan temprano que después de dormir en un galpón, hacerme el café, caminar media legua hasta mi futura plantación —donde comenzaba a levantar mi rancho—, al llegar allá recién comenzaba a aclarar. Comía allí mismo arroz con charque (nunca otra cosa), que ponía a hervir al llegar allá y retiraba al mediodía del fuego. El fondo de la olla tenía un dedo de pegote quemado. De noche, otra vez en el galpón, el mismo matete. Resultado: en dos meses no sentía nada, y había aumentado ocho kilos. Las gentes neurasténicas de las trincheras saben más que yo todavía. ¡Qué nervios destruidos, amigo!”

La distancia no ha falseado los recuerdos. En cartas a los amigos de entonces figuran las mismas notas; aparecen instantáneas de su vida de colono, que cuenta ahora con la compañía de José Hasda, uno de los amigos de su adolescencia salteña. Una carta en verso proporciona toques complementarios sobre este bucolismo. Se pone a escribir en “esta chacra de mi amor”, canta pena tras pena, pero también reconoce: “fabrico mil utensilios”, y agrega con inesperados acentos de Martín Fierro:

Como te digo, hoy en día
recogí mucho algodón;
después corté un acordeón
en forma de tres al cuarto;
De tomar té, ya estoy harto,
lo mismo de cortar uñas.
Quisiera tener pezuñas
para agarrarme a la tierra,
o ser cachorro de perra
o aguardiente de garduñas.

Otra carta nos informa de sus conflictos con los indios. Aunque sus ideas hayan sido siempre anarquistas, su situación en el Chaco es la de un colono, forzado a explotar al máximo la mano de obra indígena. Por eso escribe, como quien se confiesa: “Me estoy llenando de tal culto por la verdad y la sinceridad conmigo mismo, que temo mucho vaya a fracasar en cuanto a utilidad se refiera. Un ejemplo: Un indio me recoge algodón por 50 centavos diarios y la comida. Hoy me dijo que quería ganar un peso y la comida. Conforme —le contesté—, siempre que recojas treinta kilos. Aceptó, y de tarde trajo una bolsa que tuve que pesar por partes, pues mi balanza es de diez kilos. Estos indios son de lo más vil, ladrones y sin palabra que hay, y me hallo muy dispuesto a vengarme de todas las que me han hecho. Ahora bien, como no entienden de números, nada más fácil que robarles cuatro o cinco kilos en un total de treinta. La primera pesada dio cuatro kilos y le dije tres. La otra dio cinco y le dije cuatro. Pero la cosa me dolía como el diablo, y en la tercera pesada —de ocho kilos— le quité solo medio kilo. En la cuarta —de nueve— no le quité nada. Pero cada vez estaba más rabioso conmigo mismo, y en el total le dije lo que era justo. Y para reconciliarme algo conmigo mismo le di diez centavos más de lo que debía. Esto podrá ser simplemente honradez. Pero se puede ser comercialmente honrado sin ser honrado consigo mismo, y esto ya es algo en nuestro favor. A veces reto a algún peón; pero en seguida sé que no tengo razón, aunque aparentemente la tengo y él lo cree y lo mismo todos ellos. Pero tengo que decirle que me he equivocado, que disculpe, casi, aunque con ello voy jugando todo mi respeto y mi crédito.”

Unos meses después, liquidada ya la aventura chaqueña, Quiroga escribirá anhelante desde Buenos Aires: “Si algo deseo es tener un poco de plata, echar al diablo a todos los hombres y encerrarme en otro Saladito. Supondrás si —en tal estado— echo de menos mi temporada agreste. Sentarme en un claro de monte, una buena mañana de invierno y sol, habiendo caminado mucho, fumando un cigarro con la escopeta al lado, rodeado de perros echados, me parece esto una esperanza de nueva vida”. El otro Saladito de esta sentida evocación sería (muy pronto) San Ignacio.

El Chaco, como más tarde Misiones, fue para Quiroga la oportunidad de partir de cero, de crear un mundo completo y ordenado a su medida, un mundo para fiscalizar hasta en los menores detalles (rancho semáforo, palmar paisajista, carro que no rueda), un mundo hecho por su mano, un mundo cuyo único e indisputado creador sea él y en que las demás criaturas (indios, aguarás, amigos) lo reflejen como un espejo. Es la ambición robinsoniana que él mismo definió (hacia 1928) como “la aptitud de desenvolverse, con muy pocos pesos —y cuantos menos, mayor la competencia, desde luego— en un ambiente hostil”. Lo que omitió señalar entonces es que en la raíz de esa actitud robinsoniana está la necesidad oscura de sentirse Dios.

Esos dos años fueron el ensayo general de Misiones. Fueron una prueba absurda, como casi todas las suyas, mal planeada y peor ejecutada, un fracaso económico. Y, sin embargo, para el hombre interior, para ese creador que va madurando lentamente dentro de Quiroga, fueron los años de una experiencia harto necesaria. A pesar de que no estuvo todo el tiempo en Saladito —hay repetidos viajes a Salto para arreglar asuntos de herencia, algún viaje a Corrientes a participar en un homenaje a Lugones, un reencuentro fatal con María Esther en Buenos Aires, hasta un absurdo intento de participación en la guerra civil uruguaya de 1904—, lo que realmente importa de este período de su vida son los días y las noches del Chaco, los amaneceres y las heladas, las cuatro o seis horas doblado sobre el algodonal, los conflictos con los peones, el charque y la comida indigerible que acatan por parecerle más sabrosos que los manjares caseros, la soledad, la fatal interiorización del hombre. Esos seis mil pesos que pierde en el Chaco están bien invertidos. No solo aprende a crear con las manos. También abandona para siempre los aspectos más postizos y exteriores del modernismo. Junto a la maduración del hombre ocurre la del artista.

Hay una creciente rebelión, ampliamente documentada en las cartas a sus amigos, contra la literatura que en la atmósfera pueblerina de Montevideo o de Salto pareció sublime. Una carta en verso de 1904 constituye un retrato cabal del hombre literario. Es mala poesía (como casi toda la suya), pero buen documento. A pesar de que Quiroga aún se maquilla ante el espejo de los ojos del amigo, mucho de lo que realmente lleva dentro asoma involuntariamente a esa imagen. Como Alberto J. Brignole está en Europa, completando sus estudios de medicina y recibiéndose (asimismo) en la otra Universidad clandestina, la de la galantería, Quiroga le escribe; se mira en ese espejo y anota sus limitaciones:

Todos los viejos males de cuando tú viviste
conmigo algunos años, me abordan estos meses.
Y cómo me he engañado, y cómo pago a creces
la estúpida creencia de ser hombre de plata.
…No sirvo para nada: mi vida se dilata
como un metal al rojo, mas sin cambiar de peso.
Ahora con más años, más calma y más seso,
No valgo más que entonces, cuando recién sufriste
de neurastenia. Amigo, el caso es duro y triste.

Después de un pasaje algo confuso en que reprocha al amigo haberse aburguesado (“tú tienes la carrera, tendrás plata decente”) y que concluye: “Antes eras más fuerte”, estudia su caso, como él mismo se califica:

Yo di martillazos, con más heroico paso,
pero no es nada. Gloria, gloria es lo que deseo.
…Yo quiero ser el mismo de nuestro viejo anhelo,
tender sobre mi nombre la pose de gran hombre;
quiero tener talento, aun genio, y que se asombre
mi amigo, cuando lea un nuevo libro mío.

El desaliento lacrimógeno que manifiesta la carta en verso es solo una de las caras de esta crisis interior. En las cartas a Fernández Saldaña, su primo, se ofrece la otra cara. Éste es el único de los consistoriales que aún conserva aficiones literarias. Por eso, en una carta de 1903, Quiroga hace el recuento de lo que queda de aquel Consistorio, a solo un año de haberse desbandado el grupo: “Brignole abandonado, Grano [Ferrando] muerto, Asdrúbal abandonado, Julio, ídem, Muñecas, ídem. Quedamos los dos. ¡Quién sabe!…” Y en octubre de 1904 insiste: “Tú te quejas de tu soledad, con las agallas resecas fuera del agua; pero si vieras los tormentos que he tenido en estos seis meses, el desaliento diario, sin fe absoluta en mí —y lo que es más triste, sin creer ya en el arte—, convencido de que estaba muerto para escribir, sentado en un cajón de kerosene, repitiendo horas enteras un párrafo de cuento, incapaz de hacer algo más, en el derrumbamiento de toda mi vida valiente, amortajándome melancólicamente con mi juventud de vuelo y ardiente espera, tapándome la cara con las manos —sin metáfora—, deshecho de dolor por lo que había sido. Sí, amigo; he sufrido todas las angustias de un individuo que ama como yo esas cosas, y sentirse nulo ya para siempre, roto a los 25 años.

En los cinco meses atrás no pude escribir una línea. Pero en estos últimos tiempos logré reaccionar, hice un cuento días pasados, estoy concluyendo otro —cosa extraña que te he de enviar— y estoy a salvo felizmente.” Es cierto que la carta concluye calificándose de “pontífice, ¡ay!, sin altar ya”, pero la expresión va precedida de una doble invocación: “Ánimo, mucho ánimo”. Otras cartas confirman que esta actividad creadora no fue esporádica. En medio del aprendizaje robinsoniano, Quiroga escribió algunos cuentos, no abandonó la literatura (como parece inferirse de sus declaraciones periodísticas de 1928) y sobre todo trabajó, trabajó por dentro. Leyó mucho, pensó mucho, maduró a fondo.

Tal vez la mejor prueba esté en el largo catálogo de abjuraciones modernistas que estas cartas contienen. Aunque siga admirando a algunos maestros de la primera hora (Poe, y sobre todo Lugones), no vacila en quemar dioses que había adorado en sucesivos Consistorios. El más abominado es D’Annunzio y otra vez lo ataca. Aunque reconoce sus méritos como poeta (sobre todo un par de versos sobre un amor lejano que también cita y habrá de seguir citando hasta las vísperas mismas de su muerte), llega a la conclusión de que es un farsante: “Supongo que antes no paraba mientes en esas farsas de D’Annunzio por inexperiencia o falta de concepto real de la literatura. La verdad es que apenas salí de Montevideo noté eso.”

En lugar del poeta defenestrado, propone a los amigos la lectura de otros creadores. De los franceses, además de Maupassant (“el primer cuentista que sin duda ha habido”), le siguen gustando Anatole France, Mirabeau y sobre todo Flaubert, pero los que más vuelven a su pluma son los alemanes como Sudermann, el polaco Sienkiewicz, los rusos Gorki, Turgueniev y en particular Dostoievski. “La predilección de los rusos (escribe en noviembre de 1904) me viene de su sinceridad, cuán rara en los occidentales.” Sobre Dostoievski acumula referencias a cual más entusiástica. Lo recomienda con fervor, examina los argumentos que le oponen sus amigos, polemiza. Reconoce que tuvo que leer Los poseídos más de una vez para gustarlo realmente, pero la entrega es completa: “Acabo de leer estos días Humillados y ofendidos, Los hermanos Karamazov y El idiota, todo de Dostoievski. Hoy por hoy es este ruso lo más grande, el escritor más profundo que haya leído”, proclama en una carta de enero de 1904. Exhorta a su primo: “Léelo, siquiera para conocer a uno de los más grandes, el escritor más profundo que haya leído, proclama en una carta de 1904. “Léelo, siquiera para conocer a uno de los más grandes novelistas del siglo pasado, y sobre todo, el más extraño, disparatado y absurdo.” Ya se manifiesta aquí el cambio en la orientación de sus lecturas, el nuevo rumbo de su espíritu, la búsqueda de una sinceridad humana y literaria que lo irá alejando progresivamente de los dioses del decadentismo y que le permite (en octubre de 1904) referirse despectivamente a “las torceduras de 1900”.

Paradójicamente, el único libro que publica Quiroga en aquellos años, y mientras se realizan las transformaciones ya indicadas, es un conjunto de doce narraciones que aparecen bajo el título de una de ellas. En más de un sentido, El crimen del otro (1904) es su último tributo al decadentismo. La evolución literaria siempre viene a la zaga de la humana. Por eso, el escritor ya ha abandonado interiormente la moda cuando sus libros todavía no lo han conseguido.

Hay, sin embargo, un considerable adelanto en el tratamiento de los temas morbosos. Comparemos “Venida del primogénito” con “Corto poema de María Angélica”, y advertimos el crecimiento del narrador. Ambos relatos se basan en la misma situación: el marido rodeado por el afecto y la tentación que representan’ cuatro cuñadas solteras. Pero en el primero, todo queda en estampa impresionista en que los detalles de estilo cuentan más que la exploración concreta del asunto. A tal punto que solo por alusión se indica que el relator es muy sensible a todas esas mujeres apetitosas que lo rodean. En “Corto poema de María Angélica” el tema no solo está más desarrollado, sino que aparece explícitamente. Una de las cuñadas, Estela, acaba por ser identificada emocionalmente por el protagonista con su propia mujer. Un hálito dostoievskiano circula por estos relatos, como lo reconoce el narrador al escribir (en “Rea Silvia”): “¡almas de niña, que en Rusia enloquecen a los escritores!”

La sombra de Edgar Poe se proyecta sobre el resto del libro. En “El triple robo de Bellamore” se intenta una suerte de relato policial a la manera de Auguste Dupin. El fracaso es evidente porque el cuento resulta truncado al introducir un elemento extralógico como es la locura de uno de los personajes. Más cerca del Poe profundo está “Historia de Estilicón”, que deriva del “Doble crimen de la calle Morgue”. Sin embargo, Quiroga es aquí más explícito que su maestro. Poe no se había atrevido a presentar las relaciones eróticas entre el mono y las mujeres que son sus víctimas; Quiroga hace que su mono intente violar a una niña y luego cohabite con Teodora, que casi llega a amarlo. Como estudio de una curiosa perversión, el cuento es complejismo. Además del vínculo, Teodora-Estilicón (que Quiroga detalla hasta en sus rasgos más sádicos), también se presenta la relación de ambos con el viejo Dimitri (nombre que es ya homenaje a los rusos). La situación se convierte en triángulo de corte nítidamente edípico cuando el mono acaba por matar al viejo. A este triángulo se agrega un cuarto lado imposible: el propio relator que es (como Quiroga) un narrador, y que desde su observatorio distante contempla las perversiones de los demás. Hay un momento, sin embargo, en que este voyeur pierde la frialdad y participa vicariamente en la posesión de la muchacha por el mono.

Pero el relato en que más ha trabajado Quiroga hasta la fecha es el que da título al volumen. Deriva de “El barril del amontillado”, de Poe, sobre el que ya había escrito el apunte del mismo nombre en Los arrecifes de coral: Ahora la invención consiste en utilizar el tema de Poe, declarando desde el comienzo la deuda: “Poe era en aquella época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo; no había sobre la mesa un solo libro que no fuera de él. Toda mi cabeza estaba llena de Poe, como si la hubiera vaciado en el molde de Ligeia.” El cuento interesa más por lo que no tiene de Poe que por la imitación deliberada. Toda la primera parte en que el relator quiere convencer a su futura víctima de que es realmente el Fortunato de Poe, resulta laboriosa y al cabo ininteresante. Lo mejor allí son las ocasionales descripciones de la bahía de Montevideo o de las calles de la Ciudad Vieja. El resto es hojarasca. Lo que malogra el cuento de Quiroga es ser demasiado explícito.

Hay otros cuentos en el volumen de 1904 que no merecen mayor comentario (como “La muerte del canario”) o que han sido analizados aquí por su contenido autobiográfico, como “El haschich”. La crítica de la época recibió algo más favorablemente este libro. En forma más penetrante se expresó Lugones: “La ternura, que es su oro fino, ha de imponerse luego con su integridad sustancial, aunque predomine siempre la tendencia a los conflictos de lógica inversa, que parecen residir también en el fondo de su temperamento. Cuando llegue a la ironía, este buen corrosivo pulirá del todo su metal. Entonces, lo que es ya la primera prosa intelectual del Plata, será, definitivamente uno de los primeros estilos del habla castellana.”

La única experiencia erótica importante de este período es el reencuentro, durante una escapada a Buenos Aires, con María Esther Jurkowski. Las cartas de Quiroga a Fernández Saldaña abundan en los más crudos detalles sobre escaramuzas sexuales, a tal punto que sus editores han debido suprimir algunos pasajes. Por los que quedan, cabe deducir el nivel adolescente en que ambas hombres discutían estas experiencias. Hay que considerar, sin embargo, que esas cartas están escritas desde la soledad de Saladito. Aislado del tipo de mujer que solía frecuentar en Salto, en Montevideo, en Buenos Aires, el erotismo de Quiroga se exacerba, se hace más verbal. El Chaco es para él como la Bastilla para Sade. Apena regrese a Buenos Aires y establezca una relación más completa con la que será su primera mujer, abandonará para siempre el detallismo pornográfico con que deleitaba a su primo y corresponsal.

Pero en las cartas del Chaco es evidente que no ha encontrado aún su equilibrio erótico y que su desarrollo, en este sentido, está muy retardado. Tiene más de 25 años y escribe como adolescente. No solo en las cartas se revela su erotismo mental; también asoma (como se ha visto) en los relatos del período. Hasta el encuentro con María Esther habrá de ser transferido literariamente a un cuento que en su versión definitiva se llama “Una estación de amor”. La segunda parte refiere en clave transparente el reencuentro en febrero de 1905. Por las cartas se deduce que el contacto fue breve y que él la abandonó desilusionado. No hay que olvidar que entre 1898 y 1905, María Esther (la muchacha de carne y hueso que conoció en un carnaval salteño) fue transformada por la imaginación en la amada ideal que le fue arrebatada por la prepotencia de los mayores. Repetidas veces habla de ella en las cartas del Chaco. “La rubia me atormenta con su recuerdo eterno”, escribe en carta en verso a Brignole (1904), y en otra, también en verso, anota por la misma fecha:

Un siglo de recuerdos es capitel exiguo
para el divino friso de una cabeza rubia.

Por eso mismo, el reencuentro en Buenos Aires, convertida la muchacha en mujer y tal vez toxicómana (como indicará el cuento), provoca la colérica reacción que asoma en una carta de 1905: “De nuestros asuntos menores, diré que a los tres días no me acordaba de Esther y si lo hacía era con disgusto. He logrado deslindar las dos personalidades, y si la tierna doncella de antes me encanta, la actual me desagrada. Hace días, junto con sus retratos, le envié una carta un poco dura; ¿qué más hacer?”

Literariamente, “Una estación de amor” no se halla totalmente logrado. Vale indiscutiblemente como autobiógrafo. Sin embargo, está bastante cerca de ser un buen cuento. La figura de la madre está vista con verdadera intuición creadora; la circunstancia de que Quiroga se haya basado en un modelo real, tan vivido y notable como Carlota Ferreira, no disminuye su capacidad de recreación. La relación entre las estaciones y el amor está sutilmente dada, aunque en esto Quiroga haya sido precedido con más abundancia por Valle Inclán en sus Sonatas. Pero donde el cuento padece de grandes limitaciones es en el trazado del protagonista. A pesar de que Quiroga se tomó bastante tiempo para convertir el episodio de María Esther en cuento (“Una estación de amor” se publica por primera vez, aunque con título algo distinto, en enero de 1912), nunca alcanzó bastante distancia como para verse del todo a sí mismo. Por eso, su Nébel resulta el personaje menos dramático de todos, el más desdibujado. Su penetración para dar con todo vigor la histeria de la madre, la transformación de Lidia en mujer corrida y gastada, falla por completo cuando se trata de presentar a su alter ego. La falla se repetirá en sus dos más ambiciosas narraciones, Historia de un amor turbio y Pasado amor.

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