Vida y obra de Horacio Quiroga

Un pájaro golpea en la noche

Quince años habían transformado a San Ignacio, pero sobre todo habían transformado a Quiroga. El hombre que regresa a Misiones en un segundo intento de radicación definitiva, no solo tiene quince años más: es otro. En 1916 había huido, escoltado por el fantasma de su mujer; aunque acosado, el creador estaba milagrosamente intacto dentro del hombre. El golpe fue duro, pero todavía existía en él la capacidad de rehacerse. Pronto iba a descubrir en Buenos Aires, en la mirada ajena, la medida de ese talento que había madurado en el silencio y profundidad de la selva. Ahora, quince años después, Quiroga vuelve a San Ignacio con los demonios aparentemente exorcizados; vuelve acompañado por una nueva esposa. Ésa es la imagen superficial de su regreso. Interiormente, todo es muy distinto. Se ha ido cumpliendo en él un proceso misterioso y fatal cuyas primeras crisis ocurrirán, cada vez más próximas, entre 1931 y 1935. A partir de este último año, Quiroga empezará a estar (sin saberlo) completamente maduro para una aceptación definitiva. Por fuera, el hombre parece entero, sigue igual a la imagen que la leyenda ha forjado. Por dentro, ya está germinando la dulce semilla de la destrucción.

La llegada a Misiones provoca en él una reacción inesperada y, sin embargo, muy natural: enfrentado nuevamente a la selva que tanto anheló, extraña. Mientras la mujer y la hija, recién llegadas a ese mundo nuevo, parecen admirablemente adaptadas, “él andaba como un novato, los párpados entornados, sufriendo una verdadera crisis (cuentan sus biógrafos), sin lograr hacer pie en un suelo que le era más familiar que el oriundo”. Llegó a pensar que su antiguo yo estaba muerto, que el regreso era una equivocación. En pocos días, sin embargo, el medio habría de recobrarlo, imponiéndose una vez más su destino. Una sequía fulminante lo obligó a marchar con su carrito bajo el sol calcinante, hundiéndose en los barrancos en cuya profundidad se escondía aún escasa agua, destrozándose la cintura con el esfuerzo de extraerla, sofocado y tenso. Otro día, una enorme víbora yace atravesada cerca de la casa; la necesidad de matarla, despierta los olvidados instintos de cazador. Enfrentado a la descomunal yarará, Quiroga vuelve a ser él mismo. El hombre de la ciudad muere con el mismo golpe de machete que destroza la víbora. Quiroga ha reconquistado definitivamente su habitat.

Los primeros meses parecen idílicos. La casa de piedra, empezada a construir por su madre hacia 1915, necesita reparaciones y ampliaciones. La misma meseta es más el esbozo que la realidad del magnífico mirador que había creado Quiroga. Día tras día, el hombre vuelca su ternura en aquella tierra, en aquella casa, en aquella familia. El pequeño living de la primitiva construcción de piedra se habrá de convertir en una sala octogonal, de amplios y bajos ventanales que permiten una visión completa de la meseta, del valle y del río que yace en el fondo. Una estufa de leña asegura el calor en las noches de helada, de lluvia y viento frío. La música de un aparato de radio (capta hasta la estación oficial del Sodre, de Montevideo), los pocos y fieles libros, la compañía de la mujer y la hija pequeña completan esa atmósfera de hogar.  En las paredes del living ha dispuesto Quiroga su colección de pieles de Anaconda, sus tapices de diseño precolombinos (creación de su naturaleza más primitiva y refinada), sus flechas. En repisas, en pequeñas estanterías de pino, construidas por él mismo, se acumulan los frutos de su industria manual: pájaros disecados, cacharros de barro, libros encuadernados en piel de víbora. La casa entera ha sido modernizada para que la nueva mujer no sufra las inclemencias que fueron desgastando a la primera. Ahora hay una pieza más, el baño está enlozado, tiene agua caliente, hay alfombras y Quiroga hasta empieza a construir una piscina para Pitoca.

La meseta ha sido enriquecida de especies nuevas. Se ha ido convirtiendo en un verdadero jardín botánico, un paraíso terrenal recreado por la inventiva y el amor de este Robinson misionero. Rosales, jazmines, glicinas, ponen color y perfume entre los grandes troncos de las palmeras, de los pinos, junto a las alcanforeras japonesas, a las monsteras mexicanas. Hay orquídeas que imponen una nota exótica y casi modernista. A ellas dedica Quiroga un lúcido fanatismo. Árboles y flores atraen las aves. La meseta se convierte también en viva pajarera: chingolos, tijeretas, gargantillos, tacuaritas, dorados, annós, zorzales, tórtolas, celestes, tordos, pirinchos, mixtos, benteveos, pechos-amarillos, mirlos, tirititís y hasta horneros que acuden ahora a poblar la meseta. Bajo la barba bíblica de Quiroga crecen y se multiplican. A tal punto, que el creador de este nuevo paraíso se ve obligado a matar con sus propias manos a las criaturas que han respondido con tal exceso a su llamado.

A veces, algún pájaro extraño viene a golpear en la noche su vidriera iluminada. Quiroga no sabe su nombre, pero conoce bien la forma y color de su plumaje: parece pequeño, el lomo es verde y el pecho ceniciento (cuentan sus biógrafos); solo llega en medio de los huracanes, escondido o abrumado por los ramalazos de agua. Choca contra las vidrieras iluminadas del bungalow, pero si se abre una ventana, rehúsa el asilo. Golpea desesperadamente, pero a diferencia del cuervo de Poe, rehúye el contacto y se va. Como aquel pájaro misterioso que los indígenas llaman yaciyateré y cuyo grito anticipa la muerte, este otro también hechiza a Quiroga. No llega a escribir ningún cuento (como hizo con el yaciyateré), pero en las confidencias a los amigos queda la huella de ese golpeteo sobre las vidrieras iluminadas que de algún modo contiene un mensaje trágico para él.

La nota dominante en estos primeros tiempos parece ser la felicidad.

La compañía de María Elena y de Pitoca no es suficiente, sin embargo; para colmar su apetito intelectual escribe largas cartas a sus colegas argentinos, y en particular a Payró y a Martínez Estrada. Los invita a visitarlo, les ofrece la estrecha comodidad de su bungalow, quiere tentarlos con las ventajas de una radicación definitiva. Hay un côté Lawrence en Quiroga que Martínez Estrada marca con acierto en su libro. Ese costado se manifiesta incluso en rasgos que el escritor argentino no ha subrayado, como ese afán de rodearse de almas gemelas. El solitario, el huraño, el salvaje, quiso, sin embargo, vivir cercado de seres afines. En sus cartas hay huellas de esas reiteradas invitaciones e incluso de algún viaje realmente realizado. Una ternura, apenas disimulada por el pudor, se transparenta en sus ofrecimientos, en la alegría casi infantil cuando su invitación es aceptada, en la melancolía de volver a quedar solo cuando el amigo parte.

Es en la correspondencia con Martínez Estrada donde se desnuda más cabalmente esa necesidad angustiosa de compañía. Hay cierta desesperación neurótica, una urgencia que llega al borde de la histeria. Es todo un proceso que las cartas documentan a partir del 19 de agosto de 1934, y que solo tendrá fin con la enfermedad y la muerte. Al principio, Quiroga trata de vencer las resistencias que adivina en Martínez Estrada. “Como Ud. es de los muy contados amigos con quienes se entiende uno sin hablar —como buenos criollos—, no habría miedo de que chocáramos en nada.” El 19 de octubre de 1935 vuelve a insistir. Intuye que el amigo está pasando una grave crisis y lo exhorta a venir: “Considero que Ud. se halla en mala situación espiritual, y necesita ayuda. Yo se la podría dar, de pecho abierto, pero no puedo ir hasta Ud. Tampoco allí tendría gran influjo mi ayuda. Pero aquí sí; yo hallé ya mi camino que puede ser el suyo como lo ha sido el de tantos otros. La percepción que Ud. tuvo de otro existir cuando hombreó bolsas, no es una percepción vana. Y su girar aparentemente huero alrededor del banco de carpintero, tampoco lo es. Puede no ser Ud. en definitiva el hombre de plácido retiro a la naturaleza; pero al verme a mí en ello, el ver cómo me desenvuelvo y concilio cosas, le hará enormemente bien. Si Ud. cobra aliento y se purga bien de torpezas, esperemos el momento de charlar. Mas si no mejora rápidamente, piense en nosotros.”

Como se desprende de la contestación de Quiroga, las vacilaciones de Martínez Estrada tienen su base en el temor de que los amigos no puedan entenderse en la soledad de Misiones. Quiroga acepta la objeción, pero la rebate. Está convencido de un entendimiento profundo. Cree en ese vínculo “siempre que los dos amigos sigan la misma derrota —no espiritual, que sería lo de menos—, sino material. Por ejemplo, si Ud. sintiera nacer en Ud. el amor a la tierra, a plantar, a hacer su casa, hacerla prosperar trabajando manualmente en ello, estoy seguro de que no se levantaría una nube sobre nuestras personas amigas. Si no, hay peligro.” La conclusión de esta carta es lúcida y seguramente Martínez Estrada temió ese peligro. El proyecto de traer al amigo hasta Misiones, el último de sus ideales, es tenaz en morir como todo sueño. Cuando siente (en la sangre, tal vez, más que en la conciencia) que ya es del todo imposible, sigue soñando. Mientras, vuelca en las cartas toda esa ternura que hubiera preferido transmitir en un gesto sobrio, en silencio, en cálida presencia ensimismada.

La radicación de Quiroga parece completa. Su viejo sueño de hacer productivas sus tierras y vivir no solo en ellas, sino de ellas, se concentra ahora en la explotación de los naranjales. En una carta a Martínez Estrada hay apuntes valiosos sobre esta última tentativa industrial. Aunque puede haber en ella algo de optimismo exagerado, la carta transmite un panorama económico que es la base (hasta cierto punto) de la estabilidad financiera de Quiroga, amenazada, sin embargo, por otros lados. En los primeros tiempos, también Eglé parece echar raíces. En noviembre de 1933 se casa con Jorge Lenoble, vecino de San Ignacio, de origen francés. En la mejor tradición gala, el matrimonio permite unir las tierras de ambas familias. Darío tiene también un fundo propio en el Yabebirí y se ha dedicado a la más sórdida explotación industrial. Se ha casado (aunque no por largo tiempo) y vive con su mujer en la casa que fue de sus abuelos maternos. Sigue siendo un rebelde, pero en la superficie parece sometido, aguanta como puede la selva y busca desquite en esos mismos arrabales de Posadas que frecuentan los mensú de los cuentos de su padre. Hay una armonía aparente que es tanto más frágil cuanto mayor es el esfuerzo de todos por mantenerla. El negocio de naranjas no es todo lo próspero que los cálculos de Quiroga permiten suponer. Hay cosechas malas o brusca sobreabundancia, hay langosta y otras plagas; hay fluctuaciones del mercado que se traducen en golpes severos. Sin embargo, es una fuente de ingresos en momentos en que otras también flaquean. Quiroga creía haberse despedido de Buenos Aires y de la literatura al volver a Misiones. Ahora debe retornar a aquélla para descubrir que aquellas primeras señales de una saturación del mercado o de un desinterés por su producción resultan cada día más acentuadas. Una carta de abril a Martínez Estrada resume la situación con datos precisos: “Con esto de la pluma anduve también en quebrantos nutridos. También en este renglón sufrí una merma semejante a la considerada por el gobierno uruguayo, pues de $350 bajé a 100 por relato. Más: Crítica se hartó de mi colaboración con la tercera enviada, que no publicó y tuve que rescatar con dificultad. Pasé a El Hogar, que temo se harte también a la brevedad. Es digno de notar el carácter feminista —femenino, mejor— de nuestras revistas. Queda por suerte el inconmovible, tenaz y constante tonel de La Prensa, donde parece que no se cansan jamás de uno.”

La mala cotización, el hartazgo de las publicaciones, la dureza del mercado, son apenas un lado del conflicto. Hombre adentro, crece ingobernable otra dificultad: la de crear, la de sentirse atado con alegría a la profesión, la de continuar reconociéndose como escritor. En una carta a Payró (4 de abril de 1935) dirá: “Y sobre esto de la conclusión de mi jornada: Ud. sabe que yo sería capaz, de quererlo, de compaginar relatos como algunos de los que he escrito 190 y tantos. No es, pues, decadencia intelectual ni pérdida de facultad lo que me enmudece. No, es la violencia primitiva de hacer, construir, mejorar y adornar mi habitat lo que se ha impuesto al cultivo artístico, ¡ay!, un poco artificial. Hemos dado —he dado— mucho y demasiado a la factura de cuentos y demás. Hay en el hombre muchas otras actividades que merecen capital atención. […] ¿Cuestión de edad? Tal vez. Pero de cualquier modo los precedentes celebérrimos abundan. No es tampoco cuestión de renuncia: sí, de una visión nueva, de una tierra de promisión para quien dejó muchas lanas en la senda artística, y su obra cumplida en mares de sangre a veces. Hay además una cándida crueldad en exigir de un escritor lo que éste no quiere y no puede dar ya.”

Se refleja aquí una cara de la verdad: esa que muestra a Quiroga enfrentado a una obra cumplida y con la urgencia de volcarse hacia una mayor intimidad con la tierra, su tierra de Misiones a la que ahora dedica sus mejores esfuerzos de colono, de plantador, de paisajista que trabaja sobre la materia viva. Pero la otra cara de la verdad es que Quiroga no podía (no sabía) escribir en el vacío, que era incapaz de escribir solo para sí, para acumular manuscritos en los cajones, para verlos cubrirse de polvo, de indiferencia, de olvido. De las miserias (y secreta grandeza) que supone esta situación ilustra también una carta a Asdrúbal E. Delgado (23 de octubre de 1935): “¡Qué perra cosa tornar con letanías económicas después de 18 años de tranquilidad que uno creía definitiva! Escribo siempre que puedo, con náuseas al comenzar, y satisfacción al concluir.” La paradoja literaria que encierran estas confidencias es que mientras Quiroga sentía náuseas al abordar algún cuento o relato para la prensa, su pluma fluía con calidez y hondura cuando se trataba de escribir a los amigos. La gran obra literaria de estos últimos años es su correspondencia.

Gran parte del epistolario con los amigos de infancia y juventud se ha de convertir en una letanía. Sus lamentaciones tienen como telón de fondo una desarmonía cada vez más profunda con su mujer (que cuenta Quiroga en las cartas), quien se aburre en San Ignacio y extraña las tiendas y los cines de Buenos Aires. La situación íntima se hace tensa hasta que el descalabro económico conmueve y destruye todo. El golpe de estado del presidente uruguayo, doctor Gabriel Terra, habrá de tener inmediatas consecuencias no solo para la vida institucional del país, sino para la vida doméstica de Quiroga.

Las consecuencias personales del golpe de Estado se sintieron casi de inmediato. Modificado el elenco gubernamental, Quiroga pierde sus protectores en las altas esferas. Por un decreto del 15 de abril de 1935 (al año del golpe) es declarado cesante en su cargo de cónsul uruguayo en San Ignacio. Esto significaba la miseria, ya que ni la venta de naranjas ni sus colaboraciones en periódicos argentinos iban a resultar suficientes para mantener el hogar. En las cartas que empieza entonces a escribir a sus amigos sáltenos pone al descubierto Quiroga, con visible repugnancia al comienzo, sus estrecheces económicas. Los proveedores de San Ignacio, antes tan solícitos, empiezan a ponerse insolentes y a negar el crédito. Hay días (escriben sus biógrafos uruguayos) en que le es difícil conseguir un hueso para el caldo.

La situación familiar estalla. Ya se conocían escaramuzas, celos y acusaciones aun antes de radicarse en San Ignacio. E1 confinamiento en el umbral de la selva, el desgaste de mucha fantasía erótica, la diferencia de edades, trabajan hondamente a la pareja. En enero de 1934, María Elena decide partir por un par de meses a Buenos Aires. Pero el retorno de su mujer, antes de cumplirse el plazo, le parece auspicioso a Quiroga, y así lo comenta en una carta. Por eso, cuando cae la noticia de su cesantía, están juntos. La situación sigue agriándose, sin embargo.

Por otra parte, Quiroga admite ya a sus amigos los primeros síntomas de un mal que lo afecta precisamente en su virilidad. Las cartas empiezan a hacer alusiones. El proceso se vuelve cada vez más patético a medida que las confidencias, ya incontenibles, asoman a su reticente lápiz. A Quiroga le cuesta reconocerse inválido, le cuesta aceptar. Como si existiera una honda y trágica simpatía invisible, ahora también fracasa el matrimonio de Eglé. En febrero de 1935, después de trece meses escasos, la muchacha abandona a su marido y se va a Buenos Aires, a casa de una hermana de Payró. Es el comienzo del fin también para Eglé.

Entre tanto, viejos y nuevos amigos se movilizan para obtener alguna reparación ante el gobierno uruguayo. No serán los viejos amigos de la adolescencia salteña, sino otro más joven aunque también de Salto, el que tenga oportunidad de aliviar en parte la situación desesperada de estos últimos años de su vida. Es Enrique Amorim quien se dirige personalmente al ministro de Relaciones Exteriores, solicitándole que Quiroga sea repuesto en su cargo. La respuesta del ministro establece firmemente que el cargo de cónsul que tuvo Quiroga había sido dado ya a otra persona y que el ministro no había encontrado apoyo en su gestión de conceder a Quiroga la única vacante de dicho cargo que entonces había. Parece que entre los que debieron secundar la gestión del ministro hubo quienes aludieron a “la indiferencia que ese señor ha demostrado siempre, según ellos, por su tierra”. Al conocer Quiroga el texto de la respuesta, le escribe a Amorim: “Para mí, sé por fin a qué atenerme con mi ex consulado. Sin hacer hincapié en los considerandos expuestos en mi contra por la comisión de presupuesto, hago notar que jamás, ni gobierno, ni institución alguna del Uruguay, me invitó a volver al país. El único que lo hizo fue Batlle y Ordóñez en 1911, 12 ó 13, no recuerdo bien, cuando era presidente Viera. Como escritor, entiendo que en algún cenáculo o institución de Montevideo se decidió no incluirme en antologías del Uruguay, por el carácter argentino de mi obra —lo que es muy cierto—. Y nada más.”

Sea como fuere, el pretexto invocado por la comisión de presupuesto no resulta muy consistente. De ahí que Quiroga continúe la carta afirmando: “Sin embargo, como no creo robar al Uruguay representando honorariamente al país natal en el extranjero, confío en que se me quiera nombrar cónsul honorario, lo cual me permitiría gozar desde aquí mi modesta jubilación, ya que Ud. sabe que el interés de la pluma ha bajado hoy en un ciento por ciento, y asimismo… De modo, pues, que siendo Ud. el único que pudo obtener algo concreto sobre mi situación (y que pudo haberla ganado, según veo), recurro de nuevo a Ud. para que logre averiguarme, sin el menor trastorno o compromiso, la sola posibilidad de que se me pueda nombrar cónsul honorario. Pues como se desprende de los considerandos de autos, lo que duele al gobierno actual son los emolumentos de que yo gozaba. Los felices cónsules honorarios perciben el 50 %, según creo, de lo recaudado. No hay temor de que aquí recaude ni para cigarrillos.”

La nueva gestión tuvo andamiento, como preveía Quiroga. El decreto se firmó el 13 de febrero de 1935. Con el nombramiento de cónsul honorario no se simplifican todas las cosas, pero gracias a él podía seguir residiendo en el extranjero (es decir, en San Ignacio) como jubilado uruguayo. Conseguido el nombramiento, las preocupaciones no desaparecen; apenas cambian de objeto. Ahora se trata de obtener la jubilación consular, y lo más completa posible. Otra vez, como hace dieciocho años, Quiroga habrá de recurrir a los viejos amigos para reforzar la gestión del más joven.

Cuando al fin llega la jubilación (tan esperada no solo en su casa, sino hasta por los proveedores de San Ignacio), es apenas una gota de agua. Pero Quiroga no deja de agradecer a Amorim el esfuerzo en una carta (la última que le escribe) que está fechada el 31 de mayo de 1936: “Todo quedó perfectamente arreglado, gracias a su indiscutible capacidad amistosa. Creo que estoy convencido del apoyo que me ha prestado Ud. en esta emergencia —y seguramente en cualquier otra en que hubiera menester de un amigo cabal—.” Le habla luego de sí mismo, de sus planes, de una operación a que deberá someterse en Buenos Aires. “No escribo casi nada, o mejor dicho nada. Nos hemos de ver casi con seguridad en la primavera en ésa, adonde deberé ir para operarme, si es que Ud. no se anima a pasar unos días o años conmigo este invierno. Si persiste Ud. en describir cosas auténticas del país, vale la pena que Ud. vea este país.” Es la primera vez en la correspondencia con el joven amigo que Quiroga hace alusión a su enfermedad, la primera vez que se franquea y esto da la medida de su pudor. Da la medida, también, de lo que debe haberle dolido íntimamente la generosa ayuda recibida, la asunción del papel de necesitado en una situación afligente. “Heridas del amor propio, sin duda (como él escribió en 19 de octubre); pero muy punzantes.”

En este conjunto de notas sombrías, solo aliviadas por soluciones que no son definitivas, ocurre la publicación de su último libro, Más allá, a fines de 1934. Ha sido editado por una cooperativa de escritores de ambas márgenes del Plata que ha organizado César Tiempo para capear la crisis. Se llama Sociedad de Amigos del Libro Rioplatense y su impronunciable sigla es S.A.L.R.P. Resulta paradójico que luego de veinte años de exitosa producción literaria, Quiroga vuelva a ser editado por una cooperativa, como si se tratara de un autor que hay que lanzar al público. Sin embargo, el libro adquiere al mismo tiempo caracteres de homenaje y reparación. Lo precede un prólogo de Alberto Zum Felde en que se corrige la injustificada omisión de Quiroga en su Proceso Intelectual del Uruguay (1930).

Este prólogo es la primera etapa de la reparación uruguaya. La segunda ocurre casi de inmediato al obtener la obra un premio en el concurso anual del ministerio de Instrucción Pública del Uruguay. Es la primera vez que dicho concurso registra la existencia de Quiroga. Se puede descubrir aquí una discreta presión de los amigos sáltenos que, sin embargo, fracasaron en obtener para Quiroga la medalla de oro. De este modo queda doblemente incorporado a la literatura de su patria.

La obra misma no soporta estos homenajes. Allí reúne Quiroga algunos cuentos de distintas épocas que en su mayoría (cabe sospechar) han sobrado de anteriores recopilaciones. No hay rigor crítico en esta selección, aunque hay, eso sí, como un propósito de conferir unidad al volumen recogiendo cuentos que exploran situaciones anormales, experiencias psíquicas extremas, la locura, el delirio, la muerte. Es un libro frustrado, aunque revela, en forma por demás desgarradora, los fantasmas del escritor. De sus once cuentos, solo uno, “La bella y la bestia”, es francamente trivial en su humor. Los demás parecen en el resumen un catálogo de traumas: “Más allá” ilustra un pacto de suicidas por amor y contiene un final morboso en un cementerio; “El vampiro” gira en torno de un fantasma que sale de una pantalla cinematográfica; “La señorita Leona” es un apólogo similar a los de “El desierto”, pero tiene ribetes morbosísimos; “El puritano” también especula con fantasmas cinematográficos, una de las obsesiones de Quiroga que revelan su afición al cine; “Su ausencia” tiene como base de su historia sentimental la amnesia del protagonista; “Las moscas” retoma la anécdota de “El hombre muerto” para presentarla desde el punto de vista del insecto; “El conductor del rápido” es una alucinación provocada por la locura; “El llamado” trata en forma melodramática la obsesión edípica de una hija por su padre muerto; “El ocaso” presenta el amor de un sesentón por una muchacha de diecinueve años; se invierte aquí una penosa situación sentimental del protagonista cuando era muy joven. Ninguno de esos cuentos está logrado. Dentro de la producción de Quiroga representan apenas la explotación de temas que le importaban, pero hecha en un nivel de semanario femenino: ese mismo nivel que como teórico le resultaba tan desagradable. No hay que censurarlo por haberlos escrito. Al fin y al cabo tenía que vivir. Pero no debió haberlos reunido en libro. Desde el punto de vista literario, habría sido más acertado recoger en volumen sus historias de animales posteriores a los Cuentos de la selva. Pero tal vez Quiroga fue mal aconsejado y quiso hacer un libro popular.

Queda fuera de este resumen el único cuento realmente creador del libro: “El hijo” (15 de enero de 1928), que buena parte de la crítica (Alberto Lasplaces, Martínez Estrada) considera su obra maestra. También es morboso de asunto, también es alucinatorio, también está escrito en un nivel de semanario popular. Pero aquí el mero oficio y el agotamiento del narrador (tan visibles en los otros cuentos) han desaparecido o pasan a segundo plano, y lo que sobrevive es la desgarradora historia de un padre que sufre de alucinaciones visuales y a pleno sol de Misiones sale a buscar a su hijo que partió en la mañana a cazar palomas. La angustia del padre, agravada por la mala vista y la brutal reverberación del trópico, le hace ver a su hijo recortado en el aire que vibra a su alrededor, sonriendo mientras viene a su encuentro.

Desde el punto de vista técnico, el cuento juega con el desenlace previsible; acumula las notas que hacen suponer al lector que el chico ha muerto, y súbitamente presenta al hijo vivo. Incluso cambia el punto de vista (que se había concentrado en lo que sentía y veía el padre) y muestra la acción desde el hijo que llega sonriente en el mediodía. Pero este final es falso. Una última frase revela que las sospechas del lector eran ciertas: el padre camina solo hacia la casa mientras el muchacho yace atravesado por una bala que escapó de su escopeta al cruzar el alambrado a las diez de la mañana. En una carta de 1918 se había referido Quiroga a lo difícil que es poner un final que el lector espera. En “El hijo” demuestra hasta qué punto seguía siendo capaz de vencer esa dificultad técnica, impuesta por su misma exigencia retórica. Pero lo que hace el mérito del cuento no es este alarde técnico (al fin y al cabo mecánico, como lo han demostrado incontables ejercicios rioplatenses), sino la hondura emocional en que transcurre la historia. Según me contó Darío Quiroga, el relato se apoya en un hecho real: un día él salió de caza, se demoró y Quiroga lo fue a buscar desesperado. En la realidad, el padre encontró a su hijo; en la alucinación del cuento también, pero solo en la dimensión de la locura.

El cuento vale el volumen. Porque detrás de la alucinación real y concreta está la horrible tensión trágica que subyace la experiencia del vivir. Hay que lamentar que Quiroga no haya estado más inspirado al seleccionar los demás cuentos del volumen. En su afán de darle una coloración unitaria descartó relatos que nunca había recogido en libro (como “Los precursores”, uno de sus mayores aciertos) y seleccionó por temas afines. El libro asume así un carácter equívoco. Examinado en la superficie es solo una colección de cuentos más o menos decadentes que parecen certificar, en las postrimerías de su vida y de su arte, una vuelta a los viejos dioses del 900. Más hondamente, sin embargo, el libro muestra a Quiroga ya volcado hacia una realidad psíquica, misteriosa y hasta mágica, que tenía para él más densidad, más peso, más fuerza que la cotidiana. Aunque narrativamente fuera incapaz de crear con ese material nada que llegara tan hondo como “La cámara oscura”, existencialmente se internaba con su libro en un más allá.

La crítica coetánea no entendió esto ni tenía poiqué entenderlo. En una carta a Martínez Estrada, deja escapar Quiroga un estallido de cólera contra el anónimo autor de una reseña que publica La Nación de Buenos Aires: “Conservo curiosidad de saber quién hizo la crónica de Más allá. ¡Habráse visto mentecato igual! Me ha fastidiado la incomprensión bestial del tipo.” Pero luego agrega, olvidándose del asunto: “Algunos amigos me dicen que “El hijo” es lo más acertado del libro. Tendría que ver que en una incidencia, un recuerdo, un simple error, hubiera un individuo hallado un filón más vivo de arte. Yo aprecio mucho también ese relato.” De todas maneras, en este momento de su vida, Quiroga se encuentra hundido en una materia que no es precisamente literaria.

El 16 de enero de 1936, María Elena parte por segunda vez a Buenos Aires y su ausencia se prolongará hasta mayo. Esta segunda crisis, mucho más honda, habrá de trabajar duramente a Quiroga. Aunque ella regresa y hay una aparente reconciliación, el equilibrio es precarísimo. No bien recibe y cobra el primer giro de la Caja de Jubilaciones, obtenido luego de gestiones que duran casi un año y medio, Quiroga arregla sus deudas inmediatas y da dinero a su mujer, que vuelve a partir con Pitoca. Quiroga queda definitivamente solo. Su única compañía serán las cartas a los amigos lejanos. En ellos, en el refugio que ellos significan, se vuelca este hombre que nació tan orgulloso, tan reservado, tan huraño; en los amigos de la juventud salteña, como Asdrúbal E. Delgado, como Alberto J. Brignole, como José María Delgado, y en los amigos argentinos más recientes, como Julio E. Payró, al que conoció de niño, y como Ezequiel Martínez Estrada, al que llama “hermano menor”; y también en los hijos de los amigos de la lejana adolescencia, como ese Enrique Amorim, cuya mano fraternal le llega desde el Salto del recuerdo. En las cartas que les dirige entonces se puede seguir paso a paso el crecimiento de esa soledad del hombre que se va esencializando a medida que el destino lo cerca.

Ya en una carta a Payró se le escapa a Quiroga una declaración terrible: “Soplan vientos favorables en mis finanzas consulares. Dícese que volveré casi a la economía perdida. Ojalá. Entonces le prometo ir a verlo pronto. Torno a insistir en el enternecimiento producido por el fraternal recuerdo de Uds. Dios sabe que la comprensión y el afecto hondo no siempre se hallan en los que llevan nuestra misma sangre. Y así tiene que ser por supremas leyes biológicas.” Hay allí una alusión al desentendimiento que Quiroga advierte entre él y los hijos de su primer matrimonio: esa desdichada Eglé cuyo destino será tan similar al suyo; ese rebelde Darío al que ve crecer fuera de sus exigentes normas y por el que, sin embargo, conserva una ternura de padre. Pero también hay una alusión a un desentendimiento más cercano. Quiroga siente que lo van dejando solo, que el destino de los suyos (los hijos y también la segunda mujer) se aparta de esa tierra misionera que él ha elegido y en la que hunde cada vez más sus doloridas raíces. Por eso, una y otra vez, casi contra su voluntad, deja que se escape alguna queja, alguna alusión, una triste sentencia. Aunque otras veces adelanta una esperanza, así sea tenue, como en una carta a Martínez Estrada: se va entendiendo (“poco a poco por carta”) con Eglé, “golpeada también”, aunque agrega: “con el varón no nos entendemos nada”, y concluye: “Así, pues, fracaso de padre en los últimos años, y fracaso de marido ahora”.

En la misma carta, Quiroga intenta explicar la desinteligencia con María Elena: “Yo soy bastante fuerte y el amor a la naturaleza me sostiene más todavía; pero soy también muy sentimental y tengo más necesidad de cariño —íntimo— que de comida. A mi lado, mi mujer es cariñosa a la par de cualquiera; pero no vive conmigo aunque viva a mi lado. Y yo no puedo permitir esto.” Y en otra carta del mismo año, escrita cuando ya su mujer y su hija han partido a Buenos Aires por tercera y última vez, Quiroga intenta una explicación más profunda de este fracaso de marido: “Paréceme que hace mil años, cuando una mañana, casi de madrugada, mi mujer y mi hija se fueron como los pájaros a un país más templado. En verdad dice Ud. bien: se me ha comprendido poco. […] ¡Y pensar que nos hemos querido bárbaramente! En Les Posseédés, de Dostoievski, una mujer se niega a unirse a un hombre como Ud. o como yo. ‘Viviría a tu lado —dice— aterrorizada en la contemplación de una monstruosa araña’. Mi mujer no vio la araña en Buenos Aires; pero aquí acabó por distinguirla. Sin embargo, amigo, no la culpo mayormente, ¡es tan dura esta vida para quien no sienta la naturaleza en el ‘ménage’! Y me acuerdo siempre de aquel personaje de Mérimée, que fracasa con su mujer joven y linda: ‘Me ha hecho feliz cinco meses —dice—; ¡le debo, pues, mi vida entera!’ ” Precisamente en esta carta tan reveladora encuentra Quiroga la fórmula para expresar su estado: “Solo como un gato estoy”. Es la suya una soledad para la que no estaba todavía preparado, aunque hacía ya un par de años que la sentía llegar, como reconoce a Martínez Estrada: “Desde hace dos años me vengo aprontando para esta solución y muchos de mis recuerdos más dulces están ya un poco podridos. Ahora, después de 15 días de soledad, me voy dando cuenta de ello. Pero los primeros días —cuando le escribí— lo pasé muy mal. Hoy estoy bastante mejor. Casi bien del todo. Hay que ver lo que es esto de poder abrir el alma a un amigo —el AMIGO—, supremo hallazgo de toda una eterna vida. ¡Cómo voy a estar solo, entonces!”

Pero la soledad es un largo aprendizaje, un bien que se conquista solo a través de arduas pruebas. Quiroga debía ir madurando para la soledad del mismo modo que más tarde madurará para la muerte. En una carta de agosto del mismo año, la soledad es revelada en su horrible minucia anecdótica. Se encontraba en casa de unos amigos, cuenta a Martínez Estrada. “Estábamos tendidos por la gramilla, al buen sol de ayer, cuando llegó el cartero. Corridas de las mujeres a traer gozosas la correspondencia. Todos abrían cartas de la familia y se entretenían en voz alta. Yo solo estaba con las manos sobre las rodillas; sin cartas, ni familia, ni nada. Piense, hermano, en que he tenido un hogar durante nueve años, y que he sido abandonado por mi familia. Lo que lloro no es seguramente la mujer, con la que no nos entendemos hoy un ápice, sino la de antes, y la época en que nos amamos. Por esto le decía en mis líneas de esta mañana que he andado estos días inclinado a un espectro, que por ratos me tentaba conjurándome a olvidarlo todo e ir a su lado —tal el fantasma de Inés cuando le dice a Brand que todo ha sido un mal sueño… con tal de que Brand abjure.— ¡Ah, no! Hemos de aguantarnos, compañero, y llegar al final de nuestro destino con un átomo siquiera de pureza. […] Por fortuna, todo pasa, como pasó aquel trastorno formidable que fue para mí la muerte de mi primera mujer. Reharé mi vida poco a poco…”

Esta alusión a su primera mujer, que une al fantasma de Inés en Brand, muestra hasta qué punto Quiroga empezaba a perderse en el laberinto del recuerdo. Una carta anterior al mismo amigo había actualizado el tema de Brand: “¡Pero amigo! Es el único libro que he releído cinco o seis veces. Entre los ‘tres’ o ‘cuatro’ libros máximos, uno de ellos es Brand. Diré más: después de Cristo, sacrificado en aras de su ideal, no se ha hecho nada en ese sentido superior a Brand. Y oiga Ud. un secreto: yo, con más suerte, debí haber nacido así. Lo siento en mi profundo interior. No hace tres meses torné a releer el poema. Y creo que lo he sacado de la biblioteca cada vez que mi deber —o lo que yo creo que lo es— flaqueaba. No se ha escrito jamás nada superior al cuarto acto de Brand, ni se ha hallado nunca nada más desgarrador en el pobre corazón humano para servir de pedestal a un ideal. También yo tuve la revelación de Inés cuando exigida y rendida por el ‘todo o nada’, exclamó: ‘Ahora comprendo lo que siempre había sido oscuro para mí: El que ve el rostro de Jehová debe morir’. Sí, querido compañero. Y también tengo siempre en la memoria una frase de Emerson, correlativa de aquélla: ‘Nada hay que el hombre no pueda conseguir; pero tiene que pagarlo’.”

Aquí está la raíz del salvaje, el hombre trágico, que trabaja sobre su voluntad para imponerse un destino así sea a costa de la vida de los que lo aman y de su propia vida. El Todo o Nada, de Brand, es su lema secreto. Por eso, en esta hora de su vida en que Quiroga tiene tiempo y soledad para recapitular, Brand se convierte en su libro de cabecera, y el fantasma de Inés se convierte en el símbolo de otro fantasma que él creía haber enterrado muy hondamente en el pasado. Como Brand, también Quiroga consiguió lo que quería; ahora, como Brand, comprende que ha llegado el momento de pagar. El poema de Ibsen se convierte en alegoría de su propio destino.

Al recapitular, Quiroga no solo se vuelca sobre los amigos, también se hunde dentro de sí mismo, buscando en la cantera de los recuerdos esa compañía que ahora falta a sus días, rehaciendo, incesantemente, el curso de las horas pasadas. La memoria mata a la soledad o la puebla con sus fantasmas. “¿Es Ud., como yo, víctima del recuerdo? [pregunta en la misma carta], ¡De qué modo permanezco ligado poéticamente a lo que he vivido! Mis predilecciones literarias de mi primera juventud persisten vividas en mí, tanto que no me atrevería a juzgar libremente un libro de aquellos que han moldeado mi alma en hora candente. Por esto no me atrevo a revisar el proceso de Las montañas de oro —ni quiero—, como el de cualquier felicidad que nos dio una mujer. No sé si en estas cartas le he recordado los versos de D’Annunzio que me han parecido siempre extraordinarios y tan míos:

Lontano como un grande, passato dolore.
Grande come un passato, lontano amore.

“Todo yo está allí.”

La verdad (como ha señalado la erudición menuda) es que esos versos ya son de Quiroga: D’Annunzio escribió otros que la memoria del narrador misionero hizo suyos deformándolos. Pero lo que importa ahora no es el rigor de la cita, sino la vinculación que establece Quiroga, a través de su memoria infiel de unos versos ajenos, entre la grandeza de un amor y un dolor pasados. Amor y dolor aparecen enlazado; tan entrañablemente por el hombre que escribe ahora esta carta a la luz del recuerdo.

Las cartas al hermano menor se han ido convirtiendo en la confesión, en ese diario íntimo del alma, que alivia la soledad, la domestica, la posee. Del otro lado de esta correspondencia, invisible pero vivo, está otro hombre que sufre y escribe, otro hombre que también se confiesa. Por eso, Quiroga envía a Martínez Estrada estas líneas reveladoras: “Esas acciones y reacciones suyas de un día para otro (viernes negro y sábado blanco) me son harto conocidas, y anote que nuestro carteo suele girar alrededor de esa nuestra veleta fundamentalmente alocada. ¿Y qué diablos haríamos, de no tener este escape confidencial, uno y otro? Le aseguro que cualquier contraste, hoy, me es mucho más llevadero, desde que puedo descargarme de la mitad en Ud. Éste es el caso, que es el del artista de verdad. Verso, prosa: a uno y otra va a desembocar el sobrante de nuestra tolerancia psíquica. Pues, vividas o no, las torturas del artista son siempre una. Relato fiel o amigo leal, ambos ejercen de pararrayos a estas cargas de alta frecuencia que nos desordenan. Desorden psíquico: voilá. Suponga Ud. la estantería de una honrada casa de comercio, donde cada cosa tiene siempre su lugar. Da gusto: todo está a mano. Pero hay otras, riquísimas, donde todo está en desorden. Ud. va a buscar un jabón y halla una cítara.”

El estallido de la guerra civil española lo sorprende en el aprendizaje más hondo de su soledad. Ya en algunas cartas a Payró (que estaba encargado de una sección de comentario internacional en La Nación) se encuentran referencias a la borrascosa situación europea de los años treinta: Mussolini, el triunfo (que le parece más aparente que real) de Adolfo Hitler, las tensiones militares crecientes. En los años en que vivió en Buenos Aires, Quiroga estuvo siempre cerca de la izquierda aunque negándose a afiliarse a ningún partido y desconfiando siempre del dogmatismo comunista. Ahora, el golpe militar de Franco despierta en él un repudio casi visceral. Hay una carta a Martínez Estrada que es suficientemente explícita: “España. Me interesa muchísimo. Por encima de las mezquindades y sangrienta rebusca de privilegios que incuban en todo aquello, hay algo innegable que me arrastra. Y ello es que de un lado está la buena causa, y del otro, la mala. Cuando las papas queman, un liberal es un compañero. No quiero nada de militares, mi grande fobia, y tampoco de curas. Luego las muchachas ésas, apasionadas a tal punto. ¿Ve Ud. bien en el campo de fuego unas cuentas mujeres tendidas muertas a balazos y bayonetazos por hombres? ¡Mujeres, sin mayores fuerzas, agujereadas como hombres en un campo de batalla! Me angustia esto —o me angustió en el momento en que lo vi claro.” La imaginación de Quiroga alimenta sus fobias (como él mismo dice) para concebir esas estampas de horror sangriento. En una primera reacción primitiva, que va hasta el fondo mismo de sus obsesiones y que despierta la angustia. El mundo empieza a cubrirse de sangre.

Pero desde la lejanía y soledad esencial de San Ignacio, Quiroga asiste a otro combate más íntimo y urgente para él: un combate que se realiza en el universo cerrado de su cuerpo y que toca, por lo mismo, muy hondamente, a su espíritu. En las entrañas empieza a crecer la muerte como un misterioso fruto. El desinterés creciente del mercado literario por sus colaboraciones, la angustia económica provocada por su destitución consular, la experiencia de la soledad en que lo deja el abandono de los suyos, no eran sino los planos más externos de un descenso en el mundo infernal que Quiroga irá practicando en los últimos años de su vida. En el centro mismo de ese infierno se encuentra la enfermedad y la segura liberación que significa para él la muerte. Pero Quiroga tardaría en descubrir la verdadera naturaleza de ese mal que se le presenta, un buen día, bajo la forma no demasiado alarmante de prostatitis, inevitable enfermedad de los que pasaron los 50, según afirma en una carta de 19 de julio de 1935.

La operación parece inevitable, y ella llega cuando Quiroga ya está suficientemente golpeado por la crisis económica y por la soledad de afectos. Pero el hombre parece entero aún. Y cuando escribe a sus amigos, tiende a minimizar sus dolores, atenuándolos seguramente, tratando de reducirlos a la categoría (soportable) de molestias. El proceso acelera su curso. En una carta a Amorim (31 de mayo) hablaba de operarse en la primavera; en otra a Payró (5 de junio) ya dice de operarse “lo más pronto posible” y hasta hace alguna referencia a “la urgencia necesaria”. En la misma carta a Payró parece más preocupado por el problema del alojamiento en Buenos Aires, antes de internarse, que de la operación misma. Le pregunta si “podría contar con un rinconcito en su casa, siempre que no les acarreare el mínimo contratiempo”. Y agrega, para no forzar la contestación, con ese pudor que siempre asoma en su trato íntimo: “Ya sabe, querido Julio, que un refus no contaría absolutamente nada en mi amistad a Ud. y viceversa, suficientemente por encima de cualquier hospedaje”. La respuesta de Payró (naturalmente generosa) despierta en él una efusión (21 de junio de 1936): “Llegó la suya del 10; encantado de toda ella, particularmente de su aseveración a mi respuesta de todo llamado de amigo. Así es, gracias a Dios. Como el número de los amigos se va reduciendo considerablemente conforme se les pasa por la hilera, los contadísimos que quedan lo son de verdad. Tal Ud.; y me precio a mi vez de haberlo admirado cuando Ud. era aún un bambino, o casi.”

A cada retroceso aparente de la enfermedad, la esperanza de Quiroga vuelve a postergar el momento de la operación, insiste en su teoría sobre el carácter funcional de su maladie (como le gusta decir en francés al afrancesado amigo), y hasta se hace eco de rumores que pueden evitarle la cuchilla. Quiroga parece un niño. ¿O se trata únicamente de esa fuerza vital que aún se agita dentro de él y que se niega a aceptar la verdadera forma de la muerte? A medida que los días pasan y se acerca inevitablemente la primavera, Quiroga debe resignarse a abandonar ese mundo creado por él durante décadas dentro de la selva misionera y bajar el gran río hacia Buenos Aires, hacia la mar.

A fines de setiembre se embarca.

“Llega a Buenos Aires un domingo (escriben sus biógrafos). Los amigos, desde la dársena, lo advirtieron recostado a la borda, metido en su sobretodo, tan flaco y demacrado que los impresionó. Eglé, su mujer y su pequeña hija, también habían acudido al puerto. Quiroga se mostró muy efusivo con los amigos y con Eglé. La hijita lo miraba temerosa. Se le acercó y le dijo: ‘Ven a darme un beso’. La pequeña se le aproximó entonces, y antes de besarlo, le clavó en el alma estas palabras, dolorosas para él como espinas: ‘No quiero volver a Misiones’. La primera noche la pasa en casa de Martínez Estrada. De allí sale a internarse en el Hospital de Clínicas. Ya con María Elena y con Martínez Estrada. ‘Los dos lo vieron, al ser llamado para el examen, desaparecer por los corredores, pequeño, enflaquecido y confiado. Al volver (continúan sus biógrafos) manifestó su decisión de quedarse ya allí definitivamente, desoyendo a Martínez Estrada que deseaba hacer menos brusco el tránsito de la vida común a la hospitalaria, a cuyo efecto le ofrecía albergarlo en su casa por unos días. No quiso ni que le hablaran de ello; su temperamento no estaba constituido para soportar ninguna espera: que sea lo que sea, que venga lo que venga, pero cuanto antes.”

Hay una carta a los viejos amigos salteños (es de octubre aunque sin indicación de día), en que Quiroga habla de “sufrimientos físicos de todos los grados, hasta el de estar en un alarido desde las 2 a las 8 de la mañana, a causa de una retención vesical, ya fortísima, a la que se sumó por contragolpe un seudo cólico nefrítico. Hay que ver lo que es esto.” Nada se sabe de la fecha de la operación, ni siquiera sí tendrá lugar. Entre tanto, espera. La esperanza tiene resistencia coriácea. Quiroga sufre y aúlla, pero no deja de encontrar explicaciones, de mostrar el lado bueno de ese dolor. Y como para ilusionarse más, agrega unas líneas en que la inocencia queda por completo al descubierto. Con sintaxis tan confusa como sus encontrados sentimientos, dice: “Mas como es difícil que no salga bien de este embrollo, insisto en pasar unos cuantos días con Uds. Tenemos que darnos un abrazo como pocos se dan ya de inmaculada amistad. Entre tanto, volveré a escribirles en cuanto haya novedad, que creo será en breve, pues mi estado local (el general es perfecto) ha mejorado mucho en los últimos días.”

Para aliviar los sufrimientos, los cirujanos deciden hacer una talla vesical. La noche de ese día, Martínez Estrada vela a su lado. “Todos los detalles de aquella guardia [confía luego a los biógrafos] me han quedado profundamente grabados.” La luz de una veladora ilumina la parte superior del rostro de Quiroga y acentúa la impresión angélica de sus ojos azules y tiernos, la serenidad de la ancha frente. El segmento inferior, encendido en rojo por el resplandor de una estufa eléctrica, se le aparece como un Mefistófeles de barbas espesas y labios contraídos. “Una sola vez pidió agua [recuerda]. De cuando en cuando Quiroga extendía la mano para agarrar un cigarrillo y fumaba.” Cuando el guardián cabeceaba de sueño, al despertar encontraba los ojos de Quiroga posados plácidamente sobre él.

Sus días y noches en el Hospital de Clínicas empiezan a fundirse en la monotonía. “Estoy en una piecita solo, muy bien y sumamente visitado”, había confiado a los amigos. Se siente rodeado por el afecto de una enfermera que los días de visita, en que Quiroga absorto en sus pensamientos se dejaba estar en uno de los corredores del hospital, indiferente a la mirada ajena, iba a colocarse delante de él para ocultarlo a la curiosidad ajena. También se hizo de un amigo, Vicente Batistesa, al que un edema monstruoso deformaba el rostro. Cuando Quiroga ingresa en el hospital, Batistesa se ofrece a cuidarlo. De noche tendía un colchón al lado de su cama. De mañana le cebaba el mate, compartía sus insomnios, le daba consejos extraídos de una filosofía muy simple. Aun en plena ciudad, este Robinson impenitente había encontrado su Viernes.

Hay muchas pequeñas anécdotas de estos días del Hospital. Algunas son mínimas y sirven para certificar los lazos invisibles que aún ligaban a Quiroga a su tierra natal; Martínez Estrada relata en su libro alguna anécdota más sustancial. Una vez muestra a Quiroga hecho una furia, revolviendo su maleta en busca de un cheque con su magra pensión de jubilado. En su exceso, en sus palabrotas, Martínez Estrada cree reconocer al histrión: “Era indudable que se estaba escuchando a sí mismo, y hasta que asistía como espectador a esa escena tremenda y grotesca.” El cheque no apareció y Quiroga, después de unos momentos frenéticos, quedó solo. Nunca más habló del incidente. Lo que para Martínez Estrada convierte en más ridícula su angustia es que pocos minutos antes, Quiroga le había estado proponiendo un negocio magnífico en que el hermano menor debía aportar el capital inicial. La anécdota es, sin embargo, susceptible de una interpretación menos dramática y tal vez más honda. Porque Quiroga ha perdido el cheque de que dependía todo su presupuesto: en medio de la miseria, del sufrimiento físico, de la decadencia, pierde ese cheque. La naturaleza demoníaca y autodestructora de Quiroga (y no su condición histriónica, al fin y al cabo superficial) es lo que revela este típico incidente.

Pero la nota dominante de esos días del Hospital de Clínicas es la patética: resuena una y otra vez en las cartas a los amigos sáltenos que van describiendo el proceso de la enfermedad, la postergación de todo trámite operatorio definitivo, la pérdida paulatina de la esperanza. Hay una carta a Asdrúbal (26 de octubre de 1936) en que pasada la operación preliminar, él mismo describe su estado. Es un informe casi clínico en que cuenta su enfermedad y en el que no falta ni la alusión al doctor Terra (“Menos feliz que su excelencia Terra, hice todas las complicaciones posibles, con estado general excelente, que me salvará a la larga”) ni el diagnóstico que le dejan ver los médicos. Otra carta, algo posterior (21 de noviembre de 1936), lo muestra ya casi manso, aceptando la enfermedad como un largo proceso. Las entrelineas revelan mejor que el texto el comienzo de una tristeza que se irá convirtiendo en certidumbre.

La enfermedad, la invalidez provocada por la enfermedad, le ha devuelto la mujer, que lo cuida con esmero. Pero aún así, sigue aferrándose a los amigos, sigue pidiendo afecto, como si aquella experiencia de la soledad en San Ignacio hubiera sido demasiado aterradora. La idea de la vuelta al Uruguay que asoma en algunas de estas cartas no es nueva. Ya estaba planteada, desde San Ignacio, en las cartas a Enrique Amorim. Acorralado por la vida, Quiroga evoca al pasar en unas líneas destinadas a comentar El paisano Aguilar (2 de febrero de 1935), esa ciudad natal que se le aparece ahora fijada en sus siestas “con sus cabildeos de balcón a balcón”. Una de sus esperanzas, entonces, es volver a la tierra propia. Así lo dice en una carta del 5 de marzo: “Quien sabe si en pos de su viaje a ésta, no resulta que le devolvemos la visita en el Salto. Siempre he tenido ganas de rever el paisaje natal, si no sus habitantes. A mi mujer en particular le tienta la aventura. Todo esto, si prosperamos económicamente.” La reserva que implica el agregado (“si no sus habitantes”) no disminuye el valor de la afirmación inicial. A Quiroga lo atraía en sus últimos años la ciudad en que nació y en que desarrolló su infancia, su turbulenta adolescencia, sus primeros tiroteos literarios. Al recibir la carta, Amorim recoge con entusiasmo el proyecto y trata de organizar un gran recibimiento al que se opone Quiroga terminantemente: “Muy bien por la amabilidad salteña que accede a hospedarme oficialmente. Lástima que mi hurañía indeclinable para los actos oficiales que aquello importaría, me impida aceptar tal honor. Iremos, si puedo, a hospedarnos en su casa por 3 ó 4 días. Informe claramente sobre esta posibilidad.”

Sus planes están muy lejos de la temida apoteosis, del regreso del hijo pródigo. Además, quiere aprovechar la vuelta para deshacerse de unos terrenos que todavía conserva en Salto: “un par de bienes raíces (dos solares) que quiero liquidar a cualquier precio, y no lo consigo. Estando allí arreglaría eso. Cosa de muy poca monta, pero utilísima en estos momentos.” Y han de ser esos terrenos, precisamente, esos terrenos de poca monta, los que susciten en Quiroga uno de los recuerdos últimos de la tierra natal. En una carta del 28 de abril de 1935, detalla cuáles son esas propiedades y para ilustrar mejor al amigo (que se ofrece a hacer las necesarias gestiones), con el mismo lápiz con que escribe la carta, dibuja tenuemente sobre el papel la situación de esos terrenos. Es, como él dice, “un esbozo del plano natal, de conformidad con mis recuerdos”. El río traza verticalmente sobre la hoja su curva de amplia cadera, en tanto que una línea horizontal (la calle Uruguay) divide el esbozo de plano en dos mitades. Allí marca Quiroga la Plaza Vieja (en la que está la Iglesia que guarda su acta de bautismo); la Plaza Nueva, de la que arranca en el dibujo una calle vertical que conduce a “chez Forteza”, esos lotes de la chacra familiar que según informa la carta “se hallan ya delimitados y entregados a sus dueños”; luego aparece la estación Midland, como punto extremo de referencia, y la casa de Amorim, al norte de la ciudad, Las Nubes, donde pensaba hospedarse en privado, lejos de todo homenaje.

La mano que traza el dibujo no está firme, como tampoco lo está el recuerdo (“Parece que existen dos tanques de agua corriente, por lo que veo, si es que no me equivoco respecto del término tanque”), y sin embargo, cómo no advertir lo que significan estas líneas del plano natal, extraídas del fondo de la memoria, en la que también habitan aquellas siestas con los cabildeos de balcón a balcón. El hijo pródigo no vuelve, es cierto. Pero la memoria regresa incesante. Un día de enero, en que Amorim lo fue a visitar a su habitación del Hospital de Clínicas, Quiroga se entretuvo en contarle sus frescos recuerdos de Salto y en volver a jugar con la idea del regreso. Le dijo, medio en broma, que era como los elefantes que van a morir al sitio donde dieron los primeros trotes. Quiroga no pudo cumplir ese último deseo. Solo volvería a Salto convertido en ceniza, aunque llevado, sí, eso por las manos del amigo.

Hay algunas cartas últimas que merecen examinarse. En la que escribe a Asdrúbal se encuentra ya esa aceptación de la invalidez que parece más dolorosa que la enfermedad misma. “Sin cartas vuestras desde hace tiempo (comienza dirigiéndose a todos los amigos salteños), te envío ahora noticias de mi internado en el Clínicas. Prosigo mejorando mucho de estado general, pero no tanto del local. Parece que la extirpación de la próstata está un poco lejana aún, por persistente inflamación de la tal. En consecuencia, demoraré por aquí hasta principios de marzo, a la espera de Arce. Si por entonces no hay lugar para el segundo tiempo operatorio, regresaré a Misiones, para volver aquí después de un tiempo prudencial. He averiguado —y veo— que con sondas vesicales se puede desempeñar uno perfectamente para todo. No es un embeleso desde luego, pero ¡qué hacer!” Qué vencido, qué resignado, suena el acento de estas palabras con que busca animarse. Todavía hay una última carta. Diez días antes de su muerte fue escrita a Martínez Estrada, y en ella Quiroga parece haber alcanzado (casi) el fondo de sí mismo. “Recibí la suya, en la que veo que su ánimo corre parejo con el mío. Ando con una depresión muy fuerte, mantenida por el atraso en mi precaria salud.” Se refiere luego a un eczema en la región afectada que le impide caminar. “Cama otra vez, harto de leer, y con el horizonte muy nublado. Asimismo no he querido dejar pasar más días sin mandarle unas líneas de felicitación, si es que esa inversión de dinero que ha hecho le satisface. Algo es algo en cuestión económica. Por otro lado, deploro como un paraíso aquellos días en que podía caminar hace tan poco. Todo es relativo. Pero casi cinco meses de hospital son mucho aun con el aguante del que he hecho gala varios meses.” En la despedida vuelve a aparecer el acento de quien ya tiene muy poca esperanza: “Hasta otra más feliz, querido Estrada. Escríbame cuando le haga falta desahogarse, como en mi caso.”

Diez días más tarde, Quiroga amanecía muerto. Según cuentan sus biógrafos, el 18 de febrero se entera de la naturaleza verdadera de su enfermedad: esa prostatitis rebelde era cáncer. El mismo día sale, compra cianuro, visita a sus amigos, habla con ellos de proyectos luminosos de trabajo, se despide (sin descubrirse) de su hija Eglé, y regresa al Hospital de Clínicas. A la madrugada del 19 ya lo encuentran agonizando.

En las cartas a Martínez Estrada de los últimos años hay muchas referencias a la muerte. Esos textos —que preceden cronológicamente a las etapas más dolorosas de la enfermedad y a la decisión tomada el 18 de febrero— demuestran que interiormente Quiroga estaba madurando para la muerte. Lo sabía en un plano de conciencia extralúcida, fuera de la zona que domina tenazmente la esperanza; lo sabía en lo más hondo de su ser. Y lo sabía hasta el punto de permitir que ese conocimiento aflorara como esa sonrisa de la mujer encinta del hijo y de la muerte de que habla Rilke en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

Meses antes de enfrentar la muerte, Quiroga advierte que ha cumplido ya su obra. Descubre que la muerte significa descanso, se siente ocupado por la hermosa esperanza de renacer “en un fosfato, en un brote, en el haz de un prisma” (29 de abril de 1936). Siente formarse dentro de él una esperanza que no es la de la vida sino la de la muerte, como dice en la misma carta: “La esperanza del vivir para un árbol joven es de idéntica esencia a su espera del morir cuando ya dio sus frutos”. Por eso puede escribir (21 de mayo): “… solo veré mañana o pasado en el sueño profundo que nos ofrezca la naturaleza, su apacibilísimo descansar”. Por eso, al compararse con el amigo (diecisiete años menor) lo describe subiendo todavía y arrastrando las cadenas, en tanto que se ve a sí mismo bajando “pero liviano de cuerpo”.

Una aceptación oscura y hasta gozosa de la muerte lograda como al margen de esa esperanza cada día más arrinconada por los hechos brutales de la enfermedad; un sentido de reintegración a la naturaleza, cuyas leyes y armonías no conoce bien pero siente en lo más hondo; y hasta si se quiere (como apunta en una carta del 14 de junio de 1936) la “curiosidad un poco romántica por el fantástico viaje”; ésas son las notas interiores de sus últimos meses. Tal es el Quiroga que en la noche del 18 de febrero de 1937, mientras duerme a sus pies el fiel y deforme Batistesa, bebe el cianuro. Ése es el Quiroga suicida. Al descubrir cuál es la muerte propia, al reconocer sus rasgos inconfundibles, caen los temores y sufrimientos, la carne abandona sus últimas resistencias, y el hombre esencial se adelanta con esperanza.

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