Los primeros pasos
Todo empezó realmente en 1864. Prudencio Quiroga (argentino, 21 años) llega al puerto de Salto, sobre la margen oriental del río Uruguay, y allí se instala como rematador; luego funda un registro, finalmente un astillero, negocio próspero en momentos en que el ancho río es la única vía segura de comunicación del interior con los puertos platenses de Buenos Aires y Montevideo. Cuatro años después, Prudencio se casa con Juana Petrona Forteza, joven de una de las mejores familias locales. Es el 25 de abril de 1868. En diez años, ella le dará cuatro hijos: Pastora, María, Juan Prudencio Ladislao y Horacio Silvestre. El segundo nombre del niño, que éste jamás usaría, resulta, sin embargo, muy profético.
El joven argentino ya es uno de los pilares de la sociedad salteña e incluso es cónsul honorario de su patria en Salto cuando muere en un accidente de caza. Horacio solo tiene dos meses y medio; la muerte del padre lo marca precozmente. En su infancia repercute aquella ausencia, que suple una madre cálida y blanda. El niño se sentirá póstumo y en sus primeras composiciones (recogidas en un cuaderno de compleja caligrafía y obvio narcisismo) dramatizará una situación vital que lo emparienta hasta cierto punto con Edgar Poe y aun más con Baudelaire. Sus primeros años están repartidos entre Salto y Córdoba, la vieja capital colonial de la Argentina. Pero su estancia en esta última es breve: solo cuatro años, entre 1879 y 1883. La educación del niño está impregnada sobre todo de la atmósfera salteña, atmósfera de librepensamiento y anticlericalismo. En uno de sus cuentos, “Nuestro primer cigarro”, evoca travesuras infantiles que ambienta en la Argentina, pero que están obviamente inspiradas en su vida de Salto. Allí se revela su gran intimidad con María, la hermana mayor y segunda madre; su hostilidad a todo intento de autoridad paterna (hay un tío que el cuento llama padrastrillo); su amor por las soluciones violentas y hasta trágicas. Pero el cuento también está lleno de humorismo y ternura, tiene una luz de infancia, de paraíso perdido, que es el mejor homenaje de Quiroga a su tierra natal.
El padrastillo de que se burla el cuento habrá de asumir realmente la forma de un padrastro. En 1851, doña Pastora se vuelve a casar, esta vez con Aseensio Barcos, también argentino. Aunque Horacio ya tenía doce años y podía aceptar conscientemente el nuevo matrimonio de su madre, resulta imborrable la huella que deja en su sensibilidad. La madre se convierte en mujer. El niño acepta, pero se retrae. Hay un traslado de la familia a Montevideo que acentúa aún más el cambio total de vida; hay nuevas experiencias; hay testimonios familiares de que el niño era un solitario, un introvertido, que solía enamorarse de señoras maduras, mujeres de la edad de su madre. El casamiento de María con Eduardo Forteza (1895), que van a radicarse en Buenos Aires, dejará a Quiroga más solo aún. No tiene más remedio que cortar (en la superficie, al menos) el cordón umbilical, empezar a vivir.
Un acontecimiento inesperado acelera el proceso. Don Aseensio queda paralítico; incapaz de soportar la vida en esas condiciones, se suicida con una escopeta que consigue accionar con el dedo de un pie. El muchacho es el primero en acudir junto al cadáver. Esa visión, transformada por la lectura de Edgar Poe a que empieza a aficionarse más tarde, habrá de provocar uno de los cuentos más macabros del joven aprendiz: “Para noche de insomnio”, que publica en noviembre de 1899. Hay en el cuento, como al trasluz, un sentimiento de angustia histérica, de culpa honda e irracional. Es posible pensar que muchas veces habrá querido Horacio (inconscientemente, tal vez) la muerte de su padrastro, de ese rival, y que ahora al enfrentarlo muerto no pueda evitar sentirse culpable. Como relato, el cuento en que un cadáver obsesiona y persigue al protagonista, resulta un fracaso: hay un abuso de detalles físicos escalofriantes, una explicitez chambona en los comentarios, una incontenible morbosidad en las situaciones. Pero como documento autobiográfico es incomparable.
La muerte de Aseensio Barcos marca el final de una etapa. Desde entonces, Horacio se convierte en un joven independiente y despilfarrador, aparentemente libre ya de la tutela familiar, señorito poeta por vocación y por voluntad. Ya tenía su grupo de amigos salteños con los que funda una comunidad mosqueteril. Él se reserva, naturalmente, el papel de D’Artagnan; a su gran amigo Alberto J. Brignole (que será su futuro biógrafo) otorga el papel sensato de Athos; Julio J. Jaureche será el voluble Aramis; José Hasda, que era menudo, será por contraste Porthos. Con algunos de ellos ensayará la literatura y fundará más tarde una publicación que expresa el más agresivo decadentismo. Son los años del triunfo modernista en el Río de la Plata: los años de Darío y Lugones, de Rodó y Carlos Reyles. La Revista del Salto que dirige entonces Horacio se pondrá a la vanguardia de lo nuevo. Se subtitula pomposamente “Semanario de Literatura y Ciencias Sociales”. La calidad es heterogénea e interesa hoy solo como laboratorio de Quiroga. Allí recoge el muchacho poemas, prosas y cuentos que revelan su subordinación a los dioses literarios del Modernismo y sobre todo a Lugones, a quien imita desaforadamente. La “Oda a la desnudez”, del poeta argentino, ha sido desde 1897 su credo y guía poética; en algunos viajes a Buenos Aires ha ido a pagar tributo al altar de su ídolo; en la Revista le dedica un estudio literario escrito en el estilo ditirámbico del Shakespeare de Víctor Hugo. Pero sus trabajos más notables de esa época son algunas narraciones de cargado sabor masoquista en las que el joven ensaya futuras concepciones.
Lo más curioso es que este mismo joven que se siente y cree tan satánico es todavía un inocente. Poco antes de sacudir la modorra de Salto con producciones tan llamativas como “Fantasía nerviosa”, como “Sadismo-masoquismo” (escrita en colaboración con Brignole), como “Cuento fetichista” (en colaboración también con Brignole), Horacio había vivido en la mera realidad una historia de ribetes altamente románticos con una muchacha llamada María Esther. La había conocido en el carnaval salteño de 1898, la había seguido hasta su casa tirándole serpentinas y flores, había obtenido permiso de la familia de ella para visitarla. Pero la muchacha no pertenecía (como él) a la sociedad aceptable. Vivía con su madre, la notoria Carlota Ferreira, que Blanes pintó en toda su opulencia siniestra, y con un amigo de la madre, el médico y pensador positivista Julio Juskowski. La familia de Horacio se opuso; despechada, doña Carlota (que ya había arruinado varios matrimonios) hizo desaparecer a su hija. El muchacho, tan poderoso en sus fantasías, se resignó a la derrota.
Con la sustancia de este episodio habría de componer más tarde la primera parte de uno de sus cuentos más autobiográficos: “Una estación de amor”. Allí es notable la pintura del ambiente, que Quiroga ha transferido de Salto a Concordia, en la Argentina; es excelente el retrato de la muchacha, apenas núbil y ofrecida como cebo por la madre, y sobre todo el estudio de esta última, mujer dominante e histérica que se droga.
María Esther habrá de ser el gran amor romántico de su adolescencia y juventud, el prototipo interior que intentará alcanzar el hombre a través de versiones distintas: su primera mujer, Ana María; otra Ana María, la muchacha de Misiones; su segunda mujer, María Elena. Ese nombra (el de la madre de Cristo) sería siempre el mismo. Pero en 1898, el joven ya está embarcado en una carrera literaria que lo conducirá fatalmente a la poesía, al poema en prosa, en una progresión que es también un descubrimiento de su verdadera forma. Sin embargo, la sustancia de su vida habrá de seguir volcándose en sus escritos. Sin olvidar a María Esther, se zambulle en actividades cada vez más importantes. El fracaso de la Revista del Salto, devorada por la indiferencia de la ciudad costera, no hace sino acicatear más al joven. Decide dar un doble salto mortal y tentar la aventura máxima: París. Para los jóvenes modernistas, París era la Meca. En su Autobiografía ha contado Darío que de niño rogaba a Dios que no le dejara morirse sin haber visto Paris. El joven salteño podría haber confesado otro tanto. Al recibir la herencia paterna, a los 21 años, Quiroga decide conocer París. La Cuarta Exposición Internacional, de 1900, su afición al ciclismo, la necesidad del baño lustral de cultura, facilitan el necesario pretexto, pero el motivo real es la conquista literaria de la gran ciudad, conquista que tantos habían intentado y que Darío y Gómez Carrillo parecían haber logrado. Pero el viaje a París habrá de convertirse en el suplicio de Tántalo.
El joven es alocado y emprende el viaje (marzo de 1900) con muy poco dinero; apenas llegado se lo gasta en una bicicleta y en una cocotte (que le dejará su huella); asiste a la tertulia de Gómez Carrillo en el Café Cyrano y no congenia con el temperamental guatemalteco; habla con Darío, pero éste no lo recuerda en su generosa Autobiografía de 1912, llena de hombres olvidados; se siente solo y desdichado, se muere de hambre y de tedio. Al cabo, debe pedir a sus compatriotas que le presten dinero para sobrevivir, para regresar al hogar. Cuando vuelve, antes de cumplirse los cuatro meses de la triunfal partida, los amigos lo descubren flaco, barbudo (no se quitará más la barba), con ropas viejas y sin equipaje. El muchacho que partió como un dandy vuelve como bichicome. Durante toda su vida, Quiroga fue muy parco en dar noticias de París. Ha quedado, sin embargo, un documento único de esa experiencia alocada; un Diario de viaje a París (que tuve la fortuna de exhumar en 1949). Allí se puede seguir paso a paso la aventura hasta el momento dramático (10 de junio de 1900) en que el joven suspende las anotaciones con la esperanza de comprar una nueva libreta que no se ha hallado y que tal vez no exista.